«La poesía es un juego peligroso»

«La poesía es un juego peligroso»

Entrevista con Gastón Moyano

Gastón Moyano (Mendoza, 1984) Publicó “Belleza y Locura” y “Textos Cilicios” (Del Carajo Ediciones, 2006), “Deyectas” (Carbónico Ediciones), “La Bestia Negra del Proletariado” (Borde Perdido Editores, 2014) y Pico de Oro (Babeuf, 2015). En este espacio se publicó completo «Lengua de Salón» (Inédito, 2016). Cree que el estilo es un fraude. Escribió sin pena ni gloria varios artículos críticos sobre literatura mendocina, o sobre el fantasma de la literatura mendocina, en la revista La Leónidas.

—¿Cómo llegás a la literatura? ¿Cómo empezás a leer? ¿Cuáles fueron las primeras lecturas que te marcaron?

—A la literatura llegué leyendo poesía, siempre fueron los poemas mis primeras lecturas. Empecé a leer a los poetas franceses simbolistas. De adolescente, más o menos a los catorce años, me hice socio de la biblioteca que está en la Fundación Ecuménica de Cuyo. Me habían expulsado de una escuela en la secundaria y había perdido el año, entonces me internaba todos los días en la biblioteca a leer. Leía todo lo que me llegaba: desde los poetas franceses simbolistas y surrealistas, los Dadá, hasta Roberto Arlt.

—Tus actividades, al menos las laborales, giran en torno a los libros: has trabajado en librerías, sos docente de literatura, vendés libros en La Alameda. Esas actividades, ¿te acercaron a los libros o más bien fue al revés: buscaste esos trabajos porque te gustaban los libros?

—Trabajé en la biblioteca de la Ecuménica varios años, trabajé en una librería, vendo libros en la Alameda, he dado clases en las escuelas secundarias, sí. Aunque suene a cuestión de Moira o destino, llegué a esos trabajos por mi relación con la literatura. Nunca busqué ese tipo de trabajos. Trabajé de mozo, en empresas de limpieza, en cocinas que parecían mataderos y por una razón u otra llegaba a trabajos libreriles.

—¿A qué edad empezaste a escribir? ¿Cuándo empezaste a tomarte en serio la escritura?

—Empecé a escribir como a los 15 años. Escribía todo el tiempo, en cuadernos, hojas sueltas, bancos de la escuela secundaria, escribía y escribía, llevado por una pulsión. Creo que a los 25 años fui buscando una especie de plan o tomé cierta conciencia de lo que es escribir.

—Estoy obligado a ser arbitrario y dividir en dos partes tu obra: los libros que he leído (La bestia negra del proletariado, Pico de Oro y Lengua de salón) y los que no he leído. Entre estos últimos, tengo entendido que el primero que publicás es Belleza y locura. Empecemos por ahí: ¿cómo llegás a ese primer libro y, a la distancia, qué pensás hoy de él?

—Ese primer libro lo compuse a los dieciocho años, leyendo mucho y escribiendo mucho. Creo que es una escritura muy adolescente. El único mérito que tiene es el desborde que habita en los versos de esos poemas. Además, está tipiado en letras mayúsculas, lo que le da una especie de sensación de que los poemas están siendo recitados a los gritos. Y recuerdo que, mientras escribía esos poemas, los iba releyendo a los gritos. Iba en una búsqueda, no sabía en qué iba a terminar. No me gusta ese libro a esta altura de mi vida. Es más, no tengo ningún libro de los publicados. Sólo me quedé con una antología que hizo Babeuf donde hay poemas míos, Después del fin. El resto de lo publicado, lo he perdido o vendido para pagarme el trago, como decía Li Po.

 

—¿Y qué me podés decir de los que vinieron después: Textos cilicios y Deyectas?

—De esos libros, casi no me acuerdo de nada. Textos cilicios está bajo la égida ridícula de Alejandra Pizarnik y Deyectas es una especie de reescritura, corte y pegue de muchos poemas que venía escribiendo. Igualmente, en Deyectas puse el oído, busqué darle un ritmo, un cantar y contar a la manera de la poesía gauchesca.

—Como casi todo en Mendoza, esos tres libros son textos desaparecidos. ¿Pensás en reeditarlos alguna vez o preferís que el olvido los devore?

—Nunca pensé en reeditar nada. Esos libros serán olvidados.

—En La bestia negra del proletariado, además de ciertos personajes y paisajes fácilmente reconocibles para quien frecuenta los comederos literarios mendocinos, hay un cruce de política, obscenidad y algunas referencias a tradiciones literarias argentinas. En lo personal, esa mixtura me remite a Osvaldo Lamborghini. ¿Reconocés su influencia en ese libro? ¿Alguna otra?

—Sí, hay una influencia de Osvaldo Lamborghini, totalmente, pero además hay muchas lecturas entrecruzadas; la gauchesca, ciertos procedimientos de los poetas españoles del Siglo de Oro, Leopoldo Lugones, Efraín Huerta, Zelarrayán, Carriego, Olivari y, aunque suene absurdo, Celan y Rodrigo Lira, en cierta medida. Una empanada de poetas.

—El título Pico de Oro, lo hemos charlado, juega con dos significados posibles: la marca de vino en caja (como referencia a lo lumpen, a cierto paisaje barrial que recorre todo el libro) y al Siglo de Oro de las letras españolas en lo formal. ¿Cómo trabajaste ese cruce? Me refiero al uso formal que hacés de Góngora, Quevedo y todo eso.

—El trabajo ejercido sobre Pico de Oro se basa en una especie de retorcimiento de figuras retóricas que abundan en Góngora. De Quevedo, me interesaron los personajes picarescos de las grandes ciudades españolas, esos pícaros o putas que ya no se movían en los campos abiertos, sino que operaban en las urbes podridas de España. Desde rimas, onomatopeyas, prosopopeyas, circunloquios, etc. Quería agarrar las palabras o los versos y hacerlos mierda. Primero pensé en titular el libro como Descompuesto en Góngora. Después me acordé de que existió ese vino potable para un paladar obrero, Pico de Oro, y ahí le metí fruta.

—Pero en Pico de Oro también están algunas referencias que ya asomaban en La bestia…: Lugones, Carriego, la gauchesca. ¿Tuviste que leer o releer a esos autores para escribir el libro o simplemente los estabas leyendo y se te colaron en algunos textos?

—A Lugones siempre lo releo, pero mientras escribía, los procedimientos de la gauchesca y Carriego se me habían hecho carne inconscientemente. A Lugones le puedo meter la mano en la olla durante décadas.

—¿Por qué el título Lengua de Salón?

—El título remite al barrio donde he vivido varios años. Me he ido a vivir a otros lugares y, por razones económicas, he vuelto al barrio Sarmiento de Godoy Cruz. Ahora vivo en San José, pero el Barrio Sarmiento ha sido fuente de escritura para mí, y una manera de posicionarme y escribir acerca de la clase social a la que pertenezco, la única forma que tengo de incidir en la realidad. El título remite a Nicanor Parra, Versos de salón, y a un salón que hay en el Barrio Sarmiento. En la actualidad, dicho salón se alquila para fiestas y cumpleaños; hoy, además, es un polideportivo donde se realizan muchas actividades deportivas. Pero antes, años atrás, cuando yo merodeaba y me juntaba mucho con los pibitos para hacer maldades, al costado de ese salón se juntaba la delincuencia. El salón estaba deshabitado y nos metíamos a tomar droga y a “chamuyar”, como hablábamos los pibes del lugar, escuchando y hablando, usando palabras “feas”, palabras feas y vivas y con una densidad poética increíble para mí. Así se me ocurrió la idea poco feliz de titular así al libro. En ese libro aparecen muchos de esos pibes hablando o gritando, cagados de la risa, sin miedo. Nunca tuvieron miedo a nada ni a nadie.

—En este libro siguen apareciendo el barrio, la violencia, los personajes marginales y otras cosas que estaban en libros anteriores, pero noto que también introducís, al menos con más frecuencia o menos hermetismo que en otros libros, elementos de tu vida personal, poemas más íntimos: el laburo en la Alameda, tu hija, tu infancia, etc. ¿Esto responde a una intención consciente, lo notás vos también o es casualidad? 

— Lengua de salón habla más que nada de un período que va de los 18 a los 22 o 23 años, época en la que me tuve ir del barrio porque había muchas broncas, o sea, a mí y a mis amiguitos nos querían meter un plomo. Deambulé por muchos lugares, vivía con la madre de mi hija. Hay muchos sedimentos en Lengua de salón de lo que había escrito en otros libros, un intento similar de recobrar el tiempo, de obtener el tiempo recobrado.

—¿Trabajás cada libro con algún criterio estético o formal que contenga a los poemas, o tu escritura es algo continuo y cada tanto juntás un conjunto de poemas y los hacés libro?

—No. Cada libro me sale como una musiquita. Una musiquita continua que se va acumulando y que no tiene fin ni finalidad. Lo que escribo responde a un sentido del ritmo. No escribo en tono y no comprendo el sentido de mi flauta, como diría Pablo de Rokha. Escribo y todo se va acumulando.

—Hay varios rasgos característicos que permiten identificar tus textos: los temas, cierto ritmo, cierto tipo de musicalidad, la densidad del lenguaje e imágenes específicas. ¿A cuál de estos elementos le prestás más atención? ¿Dónde está la búsqueda de perfección? ¿Con qué te obsesionás?

—Me obsesiona el sonido de los poemas, busco una perfección en la musicalidad. Escribo, leo, lo escribo, lo releo, lo grabo y lo escucho y lo vuelvo a escribir, así hasta que me suene a algo. No busco el equilibro, sino un caos de sonidos cortados, repetidos y que suenen como muchas voces tratando de decir algo, voces que, por querer decir, terminaron diciendo nada.

—Todos tus libros, al menos los que yo he leído, están atravesados por la política y por lo social, pero hay elementos recurrentes: la figura de Perón, ciertos símbolos del imaginario peronista. ¿Cuál es tu relación con el peronismo? Te lo pregunto porque alguna vez se te señaló como “poeta peronista”.

—Soy poeta, pero no soy un poeta peronista, para eso ya existió Zoilo Laguna. Simpatizo con el peronismo, me gusta la figura del primer Perón. Creo que en la Argentina, Perón fue el único dirigente que le dio cierta dignidad a la clase obrera. Perón, con todos sus errores, dejó un mito y una cultura que ninguna oligarquía va a poder borrar de la historia nacional. Aparte, si escribís sobre la realidad, es imposible no usar ciertos símbolos. No me gustan los poetas ensimismados en sus pobres simbolitos personales y privados que solo conocen su mamá, su papá o sus novias-novios, sus esposas-maridos.

En una entrevista que te hicieron en la radio Grasso y Zangrandi, hace ya algunos años, decís que en Mendoza hay solamente 5 o 6 poetas contemporáneos que valen la pena. ¿Podés identificar algunos nombres, algunos libros de esos 5 o 6? En los años que han pasado desde aquella charla con el Darío y el Pablo, ¿ha aparecido un autor o algún texto fuera de ese grupo que te haya llamado la atención?

—Nombres, sí de una, Sergio Taglia y su Folclorista de mí; Claudio Rosales y su Tecnotronik y su Asteroides. Todo lo que he leído de Darío Zangrandi me gusta mucho. Un gran poema, Finca, de Tomás Fadel, aunque después no he leído nada más de él, salvo un texto que se llama Estar ahí que no me gustó, algunos poemas de Guillermo Antich, algunos poemas de Soledad Muñoz, que tiene una respiración muy intensa, un poema de Pablo Arabena, Trizarra. Pablo Grasso no es poeta, pero muchos de sus textos me han impresionado, y un chico muy joven que se llama Bruno de Vega, tiene veinte años, creo. Con él a veces nos juntamos a hablar de poesía, tiene unos textos que me gustaron y que están en la Panero. Los demás que escriben poesía en Mendoza me parecen de una pésima versificación.

—Sos un gran lector de narrativa, ¿nunca has incursionado en ese género?

—En narrativa he incursionado, he escrito dos novelas y varios relatos, pero son muy malos.

—¿Por qué creés que en Mendoza, al menos en la actualidad, hay más poetas que narradores?

—Porque la mayoría de los que escriben en Mendoza son presumidos, ignorantes y con mala onda. Creen que la poesía es una juego y no se dan cuenta de que la verdadera poesía es un juego, pero peligroso como decía Hölderlin. Además, los poetitas se creen que narrar es más complicado o que requiere más tiempo que escribir poemas, y ahí te das cuenta de lo ignorantes que son. Y la mayoría se hacen escribientes de artículos en algún periodicucho provincial.

—Tengo entendido que organizaste los Encuentros Báquicos de lectura en el extinto Cuarto Propio y participaste en la edición de Cuchillos afilados en la plaza con el Guillermo Antich. ¿Qué te dejó esa experiencia como gestor cultural? ¿Volverías a incursionar en la gestión cultural autogestiva? ¿Pensás que en Mendoza hay espacio para seguir desarrollando este tipo de actividades en forma independiente?

—Me dio la oportunidad de juntarme con mis amigos y leernos. Nada más. Creo que es necesario que se sigan desarrollando lecturas en la provincia; si no, es todo muy aburrido.

—Te transmito una pregunta de un amigo. Hablando de lo que se escribe, hoy por hoy, en Mendoza, ¿sentís que hay una falta de compromiso de trabajar más sobre el lenguaje? ¿Pensás que existe un yoísmo demasiado exacerbado y contenidista en los textos?

—Sí, no hay compromiso sobre el trabajo con el lenguaje. Nada de nada. Acá, en Mendoza, la mayoría escribe desde su ombligo.

—No te voy a preguntar por “libros preferidos” porque un buen lector, y doy fe de que lo sos, siempre están cambiando sus preferencias, pero sí me gustaría saber a qué autores volvés siempre, si es que hay alguno.

—Siempre vuelvo a Paul Celan, a Lugones, a Borges, a Ambrose Bierce, a los poetas soviéticos, a todos los que están en una antología que hizo Nicanor Parra, el Martín Fierro y Ascasubi, a Viel Temperley porque me genera mucho placer, a Góngora, a James Joyce, a Nicolás Olivari porque él es la modernidad en la poesía argentina. A Arlt. Me gusta mucho embelesarme con Sholojov y su El Don apacible. También releo a Rubén Darío, a César Vallejo, a Martín Adán, a Boris Vian, a Roberto Bolaño. Releo y no me canso de releer a Flaubert, La educación sentimental; las cartas de Kafka. Releo a Girri, el Diario de Moscú, de Walter Benjamin, a los Lamborghini, a Zelarrayán, me gusta volver a leer a Daniel Durand y a Alejandro Valentín Rubio.

—¿Y qué libros o autores considerados “canónicos” de la literatura nacional y universal no te gustan?

—No me gusta Cortázar, detesto a García Márquez, Neruda me parece insoportable, salvo su Tercera residencia. Me cae muy mal Mallea, se me hacen insufribles Storni, Olga Orozco y detesto a casi todos los del grupo Poesía Buenos Aires, en especial a Edgar Bayley. Me aburro con Paco Urondo y Raúl González Tuñón a veces me resulta muy meloso, salvo el poema “La Cerveza del pescador Schiltigheim”.

—En la misma línea: ¿hay algún autor o libro, de esos que todo el mundo dice que “hay que leerlos”, que tengas como cuenta pendiente?

—No, hay que leer lo que te llega.

—Tres libros de poesía que recomendarías para afirmar estas cuestiones que estamos analizando: forma, estética, política.

—Aventuras en extramares, de Martín Adán; Poemas, de Osvaldo Lamborghini, y La nube en pantalones, de Vladimir Maiakovski.

—¿Qué estás leyendo ahora? ¿Cuál fue el último libro que hayas leído que te voló la peluca?

—Ahora estoy leyendo una novela de Aira que me encantó, Fragmento de un diario de los Alpes”, y estoy releyendo a Viel Temperley. Lo último que me dejó reloco fue El jardín de las máquinas parlantes, de Alberto Laiseca.

—¿Quién debería ser el próximo entrevistado?

—Deberían entrevistar a Sabrina Barrego.

—Para ir terminando, ¿por qué te dicen “El Doncel”?

—El Doncel se relaciona con un apodo que me decían en el Barrio Sarmiento. El apodo en cuestión es “Caretita”, o sea “Cara de gatita”, porque dicen que tengo rasgos juveniles a pesar de mi edad y porque mi cara es redonda, o era redonda cuando era más joven, una cara que poseía cierto atractivo. Es una tumbeada, y Doncel viene de esa idea, los donceles eran chicos que servían en las cortes de los reyes, eran tanto pasivos como activos, cumplían funciones de mucamos como los chicos del libro de Robert Walser, donde en un instituto les enseñaban a ser mucamos a los hijos de los pobres para que sirvieran excelentemente en las casas de las familias burguesas. También en La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, una de las biografías trata de un poeta plagiador al que lo llamaban El Doncel.

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